Aunque la sabiduría popular reflejada en el viejo aforismo romano «Mens sana in corpore sano» reconocía ya la evidente conexión entre salud física y mental, sólo recientemente la comunidad científica ha prestado atención a la relación entre ejercicio físico y función cerebral. Al principio se pensaba que los efectos positivos del ejercicio físico se debían fundamentalmente a que el flujo de sangre al cerebro aumenta significativamente, con lo que las células cerebrales se encuentran mejor oxigenadas y alimentadas y esto contribuye a que estén más sanas. Aún siendo esto un aspecto importante, el ejercicio produce una gran variedad de efectos sobre el cerebro, que sólo ahora estamos empezando a conocer, y que no se pueden explicar exclusivamente por un aporte mayor de nutrientes. Por ejemplo, no sólo la actividad intelectual es importante para mantener la capacidad intelectual a medida que se envejece; el ejercicio físico también lo es, y aún no entendemos bien cómo. El ejercicio ha demostrado ser un método excelente de protección frente a enfermedades neurodegenerativas, e incluso puede ayudar a disminuir el impacto de estas enfermedades. En este artículo nos ocupamos de los mecanismos responsables de estos efectos beneficiosos, aunque hemos de decir que todavía no los conocemos en detalle.
Básicamente, el ejercicio parece activar una serie de procesos encargados de mantener y proteger a las células nerviosas, lo que podemos llamar sistemas de neuroprotección fisiológica. Si el ejercicio protege al cerebro de las agresiones tanto internas como externas a las que se ve sometido a lo largo de la vida, es evidente que la vida sedentaria, muy acentuada en las sociedades modernas, es un factor de riesgo para enfermedades neurodegenerativas, tan devastadoras en la sociedad actual. El mensaje parece sencillo: las enfermedades neurodegenerativas pueden agruparse, junto con las coronarias, dentro del conjunto de patologías en las que la vida sedentaria es un factor de riesgo.
Primero debemos aclarar a qué nos referimos con «ejercicio físico». Desde luego no estamos hablando de una vida de deportista. Nuestra sociedad ha llegado a tal grado de sedentarismo que a lo que nos referimos aquí casi se podría catalogar de mera «actividad física». En nuestros estudios en el laboratorio sometemos a los animales de experimentación (roedores) a niveles de ejercicio muy modestos. Les hacemos andar a paso rápido 1 Km. al día. En su hábitat natural, estos roedores pueden recorrer a diario distancias muy superiores, a gran velocidad y sin gran esfuerzo. Si lo traducimos a escala humana, probablemente estemos hablando de unos pocos kilómetros al día andados a paso vivo. Es decir, lo que los médicos llevan años recomendando a aquellas personas de irredentos hábitos sedentarios. Probablemente, cuanto más ejercicio se haga – tomando como base esta mínima actividad-, tanto más beneficioso será. Vamos a intentar razonar por qué, ya que contamos con observaciones en el laboratorio que nos ayudan a explicarlo.
Por el contrario, mover el cuerpo mientras se realiza ejercicio requiere una activación cerebral generalizada, ya que no sólo se trata de mover de forma coordinada grupos musculares, sino también de aumentar el flujo sanguíneo, el consumo de glucosa, la respiración, el ritmo cardíaco, la capacidad del sistema sensorial y propioceptivo, etc. Todo esto está regulado por distintos centros nerviosos distribuidos en zonas muy dispares del cerebro. Por lo tanto, la diferencia estriba en que el ejercicio físico activa amplias zonas cerebrales, y no unas pocas concretas. Un símil muy usado por los que trabajamos en este fenómeno, al que llamamos «plasticidad» de las neuronas, es que el cerebro es un músculo más, y cuanto más se usa, más se desarrolla. Esto puede parecer hasta una simpleza, pero no es así, y mucho menos cuando consideramos las consecuencias prácticas de esta propiedad funcional del cerebro: se pueden desarrollar estrategias combinando actividad física con actividad mental para prevenir enfermedades neurodegenerativas y a la vez mantener en buen estado, a medida que envejecemos, las capacidades intelectuales. Un dato epidemiológico que apoya este tipo de conclusiones es que las personas con mayor índice cultural, más proclives a utilizar su capacidad intelectual, tienen una menor incidencia de demencia senil (Stern et al., 1999).
Podemos resumir diciendo que el que la capacidad funcional de las neuronas dependa del uso que se haga de ellas supone una optimización continuada de los recursos: se dedican a una tarea tantas neuronas como hagan falta, y si la tarea cada vez demanda más dedicación, el número o capacidad funcional de las neuronas aumenta. Si la tarea va demandando menos esfuerzo, las neuronas encargadas de ella se reutilizarán para otras tareas o acabarán infrautilizadas. En este contexto, la infrautilización determina finalmente una atrofia funcional. ¿Es éste el proceso de envejecimiento cerebral? No, pero un cerebro menos estimulado está sujeto a mayor deterioro que uno estimulado